Tenía una pala, arena, y ninguna gana de hacer castillos, sin embargo me quedé sentada dibujando con mis dedos mojados de sal en la arena dorada.
Quería que la suave brisa del mar me siguiese acariciando el pelo con cada oleada. Quería ver como el sol ardiente se acostaba y la luna seguida como si nada por las estrellas, tan brillantes y bellas como siempre. Al estar el agua helada, tirité de frío. Mis dedos estaban tan doloridos que no conseguía controlarlos. Se movían a mi alrededor, ni muy rápido ni muy lento, pero sin detenimiento alguno. Mis párpados se abrían, se cerraban y se volvían a entreabrir. A cada movimiento que hacía, el sueño me invadía con más fuerza. Y justo cuando terminé mi dibujo, me quedé dormida. Esa noche soñé. Soñé que era un grano de arena entre mis dedos húmedos y vi como pasaba de un grano de arena a ser parte de una obra maestra.